El próximo 2 de julio se van a cumplir 30 años desde que mi
familia y yo volvimos del exilio en España, en un vuelo de Iberia que tuvo a
Maradona como protagonista involuntario.
Sin saberlo, el regreso comenzó a gestarse en los festejos
de fin de año de 1981, cuando en una celebración con 200 chicos
latinoamericanos –así lo indica una crónica del diario El País de la época—
repetimos varias veces “1982”, para que sea el año en que volviéramos. “Que
verde esta eso”, pensó mi viejo. Tenía razón. No pudo ser, pero los primeros
paros sindicales y la derrota argentina en la Guerra de Malvinas abrió el
camino y ni bien los militares llamaron a elecciones, en 1983, empezamos a
gestionar el regreso: mi familia nunca echó raíces en Madrid, no compró muebles
ni nada que no cupiera en una valija, y de trabajar de profesora de historia,
mi vieja pasó a vender muñecos en un puesto callejero, y de funcionario
judicial, mi viejo, a repartidor de la cerveza Voll-Damm.
Fue así que un día dijeron nos volvemos, pese a que aún
estaban en el poder los militares que desaparecieron a 30 mil argentinos. Los autitos del Scalextric quedaron olvidados
en un local de reparaciones y para calmarlo, a mi hermano le inventaron la
historia de que el vuelo en Iberia sería como La Guerra de las Galaxias. Nada
más alejado, pero ahí apareció de milagro la figura del Diego, en ese entonces
astro del Barcelona, para calmar a las bestias, mis hermanos y yo, y para
darnos un reaseguro de que no pasara nada con los milicos. No se como mis
viejos lo pusieron de sobreaviso de la situación, aunque por suerte no fue
necesaria su intervención: cuando vio los documentos, el funcionario de
migraciones le dijo a mi viejo “bienvenido de regreso a la Argentina”, unas
palabras que se sobrentendieron como que sabía de la situación pero los tiempos
habían cambiado.
De Ezeiza nos fuimos a la casa de mis tíos, donde nos
esperaba toda la primada: con las fotos en la mano, en el viaje mi vieja les
tomó examen a mis hermanos para que identificaran uno a uno quien eran aquellos
extraños que hace seis años que no veían. Yo zafe porque aún solo balbuceaba algunas
palabras. Y de ahí, nos fuimos a vivir a lo de mi abuelo, el general Emilio de
Vedia y Mitre, que nos acobijó hasta que pudimos alquilar un departamento,
sobre la calle Tucumán.
Año tras año, festejamos aquel 2 de julio yendo a cenar
afuera, un lujo que nos dábamos y por el que debíamos esperar otros 364 días
para que se repitiera. Así fue hasta que, meses después de los indultos de
Menem, mi vieja falleció de cáncer y entramos de lleno a la década de los ’90.
Crecí de golpe, empecé a escuchar FM La Boca –y así me
enteré que meses antes habían asesinado a Walter Bulacio y dos años después, de
la desaparición de Miguel Bru— y comencé a hojear la revista Noticias en lo de
mi tío, al que luego con la reforma menemista del Estado lo echarían de su
trabajo y como tantos otros argentinos abriría un efímero maxiquiosco. Con mi
hermana revisábamos diarios viejos, ella tenía un lindo archivo, y algún día
fui a comprar un lunes el Página 12, el canillita de la esquina de la Avenida Belgrano y Piedras se me cagó de risa en la cara.
De tanto en tanto, con mi hermano íbamos a la madrugada al
estudio Supersónico, de Belgrano, donde Soda Stereo estaba grabando Dinamo, y
así llegamos a escuchar algunos acordes, y también una noche nos pegamos un
cagazo importante: arma en mano, un cana nos paró y nos hizo vacías las
mochilas en la calle.
“Que carajo estás haciendo de tu vida qué carajo vas a hacer
con vos, querés ser policía! querés ser policía!, yo no”, me hizo escuchar un
amigo de mi primo, un par de años más grande que yo, en su casa de Don
Torcuato. Por esa época, Serú Girán se volvió a juntar y yo grabé el recital de
River en VHS. Se lo presté a este pibe,
pero nunca me lo devolvió: una noche cuando estaba con mi primo y otro amigo,
los encerró un auto y les disparó, no les robaron nada, no parecían tener esas
intenciones y siempre se sospecho que eran policías, al menos así lo
entendieron mi primo y su otro amigo, que zafaron.
La Maldita Policía gobernaba las calles del conurbano y en
todo el país comenzaban a darse las protestas contra la Ley Federal de
Educación, las primeras marchas a las que fui con mi colegio, el Nicolás
Avellaneda, y no con mi familia, como había ido en Semana Santa, los 24 de
marzo, los indultos… De Palermo a Plaza de Mayo con la bandera amarilla y
letras violetas, así pasaron los ’90, a la espera de un estallido social que
parecía inminente pero nunca llegaba.
Me cansé de esperarlo y en 2000 volví al lugar donde había
nacido. Y cuando un par de meses después regresé a la Argentina, el país era
otro, había renunciado el vicepresidente y yo empezaba a laburar de periodista,
aprendiendo mientras escribía. El 19 y 20 de diciembre descubrí como partidos y
dirigentes con una linda oratoria se escondían debajo de La Gran Cama, como
diría luego Petras, y Néstor Kirchner me sorprendió, como a todos. Me gustaron
muchos gestos, pero lo banqué ese 24 de marzo de 2004: entré a la ex ESMA –ahora
que lo pienso nunca más volví a entrar ahí— y pude escuchar ese memorable
discurso, a la salida del acto comí un paty, en un barcito, y no entendía nada
de lo que había pasado. Aún no entiendo demasiado. Yo no se si fue una década
ganada, empatada, o qué. Solo sé que no quiero volver al pasado y que a mi
familia, amigos y a la gente que quiero la veo muy bien. Y que quisiera que
muchos que se quedaron en el camino hubieran podido estas estos años para
compartirla.